Escribo apurada antes de que el sueño y el calor me venzan.
Me gusta el reto de poner palabras a los olores y sensaciones nuevas. Acostumbrada a ver y sentir lo verde, húmedo y frío, llegar al norte de Nigeria desequilibra mis sentidos.

Aquí todo está unido a la tierra, el aire huele a polvo, la vista no puede ver mucho más allá por las infinitas partículas que levanta el viento, dando la impresión de neblina; la respiración es pausada y seca la nariz. Poco tiempo después de salir de la ducha tienes la impresión de haber cruzado una tormenta de arena, una sensación permanente de tierra en los ojos y en las manos, el olor de un ambiente donde la vegetación es escasa, por culpa del inclemente sol.

Desde el cielo, en el trayecto desde Maiduguri a Pulka y Gwoza, el norte pobre, inculto y dominado por la religión, la tierra se cubre, de forma irregular, con árboles de raíces fuertes y profundas, que vistos desde el cielo, recuerdan al pelo de los negros: gruesas motas de color verde-terracota, esparcidas armoniosamente kilómetros a la redonda.
No hay campos verdes, tampoco ríos con aguas cristalinas pero la riqueza tiene muchas formas y Nigeria es un país rico en ganado, petróleo y agricultura. La riqueza no se ve, la desigualdad sí; en un país caótico, superpoblado y carente de políticos comprometidos con el bienestar de su gente.
Me llama la atención la cantidad de niños pequeños pidiendo limosna o haciendo trabajos extremos para su edad. La gente explica las historias de su tierra y la de estos niños es desgarradora. La tribu Canuri permite a los hombres tomar las esposas que quieran y los exime de contribuir para la manutención de los hijos e hijas, que resulten de estas uniones. Las madres se quedan con las niñas, a las que casan a partir de los 13 años y abandonan a los niños, a partir de los 5 años para que sobrevivan en las calles. Nacer atravesado por el miedo, destinado al maltrato y al abandono.
Completan el paisaje los kekenape, pequeños motocoches, de marca india, que llenan el paisaje como hormigas en un bote de azúcar dejado a la intemperie. Están hechos para transportar dos pasajeros, pero yo conté seis personas y dos bicicletas, una vez.
Me llevo en la memoria la fotografía mental de ciudades asoladas por la violencia, se han quedado los pobres y gente desplazada de sus hogares que han perdido sus tierras, esa propiedad privada que las potencias mundiales suelen defender, pero no aplica para este lugar, que solo sirve a familias pobres, con economías de subsistencia.
La gente es amable y abierta. Los hombres y mujeres musulmanes van siempre muy elegantes, la población cristiana es minoritaria, las chicas no llevan velo y los todos los chicos pueden estrechar la mano de una mujer.
Los campos de desplazados son el reflejo el cinismo del dios dinero y de las mafias europeas y norteamericanas que avalan un mercado negro de armas para Boko Haram, y otros grupos armados, que atacan a la población civil para validar su poder y controlar áreas territoriales.
Caminas entre la gente hace años que viven en tiendas de campaña construidas por alguna agencia de cooperación, el agua es escasa, la comida más aún. A pesar de todo no dejo de ver destellos de curiosidad, sonrisas y gritos en todos los pequeños que encuentran en las blancas, que visitan los campos, una distracción. Los ojos de las abuelas no brillan, las voces de los padres suenan graves y preocupadas, las madres ruegan por más pozos de agua.
Despojados de todo lo que tenían, golpeados por la violencia, sin posibilidades de trabajar y forjar un futuro, la marginalidad les devuelve la imagen de una vida que les ha convertido en “efectos colaterales” de la miseria humana. Camino entre un río de pequeños que vienen a saludar. -Sunanka- repito una y otra vez el saludo en Hausa, el idioma local. Deseando que algún día encuentren las fuerzas para defenderse y tomar su futuro y el de sus hijas e hijos en sus manos.
En la segunda semana de mi viaje tomamos la carretera que conecta Maiduguri con Damatru.
El mismo viernes del viaje, en una carretera opuesta a la que tomamos, tres chicas, explotan en un mercado, los cinturones llenos de explosivos, que llevan pegados a sus cuerpos. Cientos de heridos y una veintena de muertos en el pueblo de Konduga, muy cerca de Maiduguri, la población de referencia en el noroeste del país. Todos civiles.
La gente dice que los niños de la calle alimentan las filas de Boko Haram y que las chicas, utilizadas para los atentados, son secuestradas en las aldeas vecinas y amenazadas con matar a sus familias, si no lo hacen.
En esta zona las detonaciones de bombas humanas son frecuentes y muchas de las suicidas son chicas.
En la carretera encontramos gente que camina, la gasolina escasea, el transporte público consiste en algunos taxis que llevan sobre población de pasajeros y exceso de carga.
Todas las fotos que acumula mi cámara vienen del campo, la ciudad no me convoca. Siento que el peso del orden mental personal y de lo corto del tiempo me impiden entenderla.
Abuja, la capital, parece un rompecabezas en el que las fichas han sido colocadas a la fuerza por un niño sin paciencia. Es un laberinto de calles de asfalto, rodeadas de arena amarilla y fina que hace irreconocible, para los extraños, cualquier punto de referencia. Los coches van al límite de lo posible, al borde de colisionar en cada esquina. Una realidad que tiene una cotidianidad que a simple vista parece imposible, como si cada día llegase toda esa masa de gente para inventar lo que puede ser y lo que no.
Los sentidos se alteran.
En Nigeria puedes comer tilapia de río, que llena y sabe a tierra. Puedes pedir papás fritas o plátano asado y una Star (la cerveza local). Puedes comprar telas típicas; vestidos y sobrevivir con lo mínimo, porque, aunque tengas dinero para gastar, no existe el nivel de posibilidades de consumo al que estamos acostumbrados en Latinoamérica. Aquí ser ecologista esta impuesto por la ley una oferta límitada.

Por supuesto también puedes gastar mucho dinero si te gustan las cosas importadas y quieres pasar tiempo en los barrios en los que se ha occidentalizado la vida, para consumir como se debe.
Mañana regreso a Europa y pienso en el abismo que separa los dos mundos. Nigeria es el tercer país más poblado del planeta y la esperanza económica del continente negro. Personalmente les deseo ser una gran nación que no se olvide de que la gente que aquí habita merece respeto y justicia social.
En el avión pienso en las palabras de Carl Sagan, “Desde este lejano punto de vista, la Tierra puede no parecer muy interesante. Pero para nosotros es diferente. Considera de nuevo ese punto. Eso es aquí. Eso es nuestra casa. Eso somos nosotros. Todas las personas que has amado, conocido, de las que alguna vez oíste hablar, todos los seres humanos que han existido, han vivido en él…” nuestra historia tan íntimamente ligada a este continente y lo poco que sabemos de él.
A mí me ha enseñado como la gente se aferra a su tierra, cada tribu conserva costumbres y el idioma, cosa que en mi país no fuimos capaces de hacer. Me da pena cuando confieso que el español es mi lengua materna y que perdí el Quichua, por culpa del racismo, a través del que aprendimos a sentir vergüenza de nuestras propias raíces.