Los museos en el DF. son la otra cara de la ciudad. Aquellos lugares en los que admiramos lo bello que somos capaces de hacer los seres humanos, -en contra partida de tanta muerte y destrucción-. El lugar en donde por un momento olvidamos la violencia y la estupidez, para fijarnos en los colores, los trazos perfectos, las luces, el performance y algún que otro sin-sentido que siempre va bien para el humor.
El arte es aquello que muchas veces escapa de nuestro entendimiento y en ello radica su virtud… las interpretaciones de una misma obra pueden ser tan diversas como diversas sean las tradiciones, el contexto social y político y la sensibilidad personal de quién mira el arte en todas sus vertientes.
Hermosa también es la infinidad de relatos que somos libres de imaginar, porque cada una de las obras son a su vez interpretaciones o re-interpretaciones de la vida. Una traducción del mundo en un lenguaje abstracto que invita a especular sobre su discurso.
Confieso que de todas las expresiones artísticas que encontramos en los museos, las que disfruto más son las que permiten al espectador ser parte de una “escenografía” montada para alterar los sentidos. Desde los referentes posibles que evocan algún hecho u objeto identificable en nuestra realidad, hasta referentes imposibles, por no poder ser relacionados con algo conocido e interpretados. Estos últimos casi siempre abandonados por el esfuerzo que implica el intento de entendimiento, convirtiendose en el típico… pasamos-de-largo.
En el museo somos espectadores en construcción, amago de seres ilustrados intentando descifrar la esencia contenida entre tanto trazo, espejo, discurso, proyección, rareza e instalación. Se puede sentir la cultura desde el recibimiento hasta el final del recorrido, donde siempre tenemos la idea de ser un poco más humanos, algo más sabios, acaso más divertidos.
Siempre entramos al templo de la cultura con altas expectativas. Vamos con el ánimo de adivinar qué es aquello que se presenta ante nuestra mirada. El arte como la comida entra por los ojos y ejercita el intelecto.
Pero el infinito arte contemporáneo, (que en mi opinión ha perdido su base política), cada vez esta más cosificado y se legitima como pieza de museo cualquier cosa que quepa en el recinto sagrado llamado museo. La industria cultural puede exponer un elaborado concepto de obra de arte al costado de una camisa blanca –convertida en obra de arte por el simple hecho de ser expuesta-, una presencia banal para espectadores etéreos.