
Una mujer corría.
Jadeaba y corría.
Tropezaba y corría
Con un miedo macizo debajo de las cejas y un niño entre los brazos.
Corría por la tierra que olía a recién muerto.
Corría por el aire con sabor a trilita.
Corría por los hombres erizados de encono.
Miraba a todos lados.
Quería detenerse. Sentarse en un ribazo y con su hijo menudo.
Sentarse en un ribazo y amamantar en paz.
Pero no hallaba sitio.
No encontraba reposo.
No lograba la pausa sosegada y segura que las madres precisan.
Ese viento apacible que jamás se interpone entre el pecho y el labio.
Buscaba cerca y lejos. Buscaba por las calles, por los jardines y bajo los tejados, en los atrios de las iglesias, por los caminos desnudos y carreteras arboladas.

Buscaba un rincón sin espantos, un lugar aseado para colocar una cuna.
Y corría y corría.
Dio la vuelta a la tierra. Buscando. Huyendo.
Y no encontraba sitio.
Y seguía corriendo.
Y el niño sollozaba débilmente.
Crecía débilmente colgado de su carne fatigada.
Ángela Figuera Aymerich.
