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<En las vagas sombras de luz por terminar antes que la tarde sea pronto noche, disfruto de errar sin pensar entre lo que la Ciudad se vuelve, y ando como si nada tuviese remedio. Me agrada, más a la imaginación que a los sentidos, la tristeza dispersa que está conmigo. Vago, y hojeo en mí, sin leerlo, un libro intersperso (Neologismo pesoano <disperso en el interior>) de imágenes rápidas, del que voy formándome indolentemente una idea que nunca se completa.Hay quien lee con la misma rapidez, con que mira, y concluye sin haberlo visto todo. Así saco del libro que se me hojea en el alma una historia vaga por contar, memorias de otro yo vagabundo, con avenidas de parques en medio, y figuras de seda varias, pasando, pasando.
Indiscrimino con tedio y otro. Sigo, simultáneamente, por la calle, por la tarde y por la lectura soñada, y los caminos son verdaderamente recorridos. Emigro y descanso, como si estuviese a bordo con el navío ya en altamar.
Súbitamente, los faroles muertos coinciden luces en las prolongaciones dobles de una calle larga y curva. Como un batacazo, mi tristeza aumenta. Es que se ha terminado el libro. Hay tan sólo, en la viscosidad aérea de la calle abstracta, un hilo exterior de sentimiento, como la baba del Destino idiota, goteando en la conciencia del alma.
Otra vida de la ciudad que anochece. Otra alma la de quien mira a la noche. Sigo inseguro y alegórico, irrealmente sintiente. Soy como una historia que alguien hubiese contado y, de tan bien contada, anduviese carnal, pero no mucho, en este mundo novela, en el principio de un capítulo: <<En este momento, se podía ver a un hombre, avanzar lentamente por la calle de…>>
¿Qué tengo yo que ver con la vida?> 13-7-1931. Fernando Pessoa


Estoy en Lisboa y me parece hermosa. Puedo imaginar perfectamente a Pessoa aquí en estas calles, caminante, pensador melancólico, ebrio. Me siento feliz por estar aquí y por aquel que está conmigo.


No puedo evitar repensar mi propia existencia sobre las palabras del poeta <Es hora quizá de que haga el último esfuerzo de mirar a mi vida. Me veo en medio de un desierto inmenso. Digo del que ayer literalmente fui, procuro explicarme a mí mismo cómo he llegado aquí.>

Cierro los ojos e inspiro aire de ciudad. Estoy aquí porque tomo a Pessoa y sus palabras como una cuestión personal. Una especie de catarsis y desconexión- unión, de mí misma.
Llueve cuando llegamos a la Praça do Comércio, esperaremos horas hasta subirnos en un tranvía para llegar a ningún lado, solo fluir por la ciudad, mientras nos guarecemos del frío y la lluvia. Cuando el sol se pone vamos a buscar un café en Alfama.


La primera vez que leí a Pessoa amé el caos de sus palabras, sentí que representaban el mío. Años después, habiendo perdido la sensación de la primera lectura, reconozco que he establecido una relación particular con el pensamiento del autor del Libro del Desasosiego. No siempre le entiendo -igual que a mí- pero sé qué si vuelvo sobre sus escritos mañana, posiblemente, esas mismas palabras, incomprensibles ayer, significarán la vida.
De la misma forma cuando la confusión es mi compañera, no me ofusco, no pierdo la paciencia. Me abrazo fuerte y me permito tiempo y espacio para mirar, repensar, para luego decidir.
Caminamos. Doblamos una esquina y otra. Pienso en el vértigo de vivir una vida siempre al límite, entre la percepción y la lucidez. Entre la conciencia y la inconciencia, tantas contradicciones, un montón de angustia reflejada en cada fisura entre existencia y escritura.


<Los males de la inteligencia, desgraciadamente duelen menos que los del sentimiento, y los del sentimiento, desgraciadamente, menos que los del cuerpo. Digo “desgraciadamente” porque la dignidad humana exigiría lo contrario. No hay sensación angustiada del misterio que pueda transformar como el amor, los celos, la nostalgia; que pueda sofocar como el miedo físico intenso, que pueda transformar como la colera o la ambición. Pero tampoco ningún dolor de los que destrozan el alma consigue ser tan realmente doloroso como el dolor de muelas, o el de un cólico, o (supongo) el dolor del parto.>
Estoy aprendiendo a sentir y me parece que el dolor del alma duele más que el de muelas, tal vez menos que el del parto. Estoy aprendiendo a mirar y desarrollar una conciencia que conviva con las sensaciones. Estoy cerca del análisis psicológico, pero me conmueve, más allá de lo evidente, lo existencial. Quiero ser simple como el poeta sin perder la mirada en lo negativo del mundo y sentir la incapacidad del Ser para lograr una mejor versión y experiencia de nosotros mismos.

Duele saber que somos capaces de aceptar el desajuste vital. Duele no ser un caminante como cualquier otro. Duele saber que nunca seremos aquello que soñamos ser.

La memoria colectiva, los recuerdos, el amor, lo cotidiano, el duelo por el amor que nunca fue, la muerte, el peso de un pasado sombrío. Escríbo con la memoria, cada vez que doblo la esquina. Pienso para no andar a gritos. Leo porque la lucidez del poeta tranquiliza. <Escribo como quien duerme, y toda mi vida es un recibo por firmar.>
Voy en tranvía o caminando, avanzo fijándome en las personas con las que me cruzo, como cuando leemos cartelitos en la carretera. Este gerente, esa modelito, aquel ingeniero, ella fotógrafa, aquella abogada, otra enamorada, un turista de grupo, seguro colombiana, ruso tal vez, pinta de escritor, facha de seductor, aprendiz de guionista, cara de poetisa, facha de malvada, manos de obrero, actitud de maleducada, gesto de imbécil. Volvemos al Tramvia. Imposible desistir.

Que bonitas las vistas, los miradores, los techos rojos y los de colores.


A donde voy los grafitis me persiguen. No puedo no mirarlos, fotografiarlos. Hacen parte de mi mundo, lo cotidiano, las ciudades que habito, una marca de este inicio de siglo.






Que hermoso el mar. Mejor no decir nada de él porque tiendo a ponerme re-cursi.



Beso a mi compañero de viaje. Y le digo que me siento agradecida por su presencia, por su conversación y compañía. Le pido que me tome una foto en la tumba del poeta y que me deje allí. Pensando un momento.


Repaso los recuerdos.
Vivimos gracias a la acción, es decir, gracias a la voluntad. A los que no sabemos querer -seamos genios o mendigos- nos hermana la impotencia. (…) Hacer, He ahí la inteligencia verdadera. Seré lo que quiera. Pero tengo que querer lo que sea.


Me despido de la ciudad. Digo adios al Poeta.

¡Poeta! <He llegado a Lisboa pero no a una conclusión.>
Nota: un agradecimiento especial a mi querido compañero de viaje por cederme algunas de sus fotos para este blog.