Kariño.

Hoy conversaba con una compañera de trabajo. Mientras esperamos algo, ella me comenta de la vida, su vida: un esposo violento, que durante los primeros años de matrimonio le propinó golpes e insultos, hasta que lo denuncio. El maltrato dejo de ser físico pero las humillaciones no cesaron. Lo que más le dolió fue comprobar que las principales víctimas habían sido sus dos hijos mayores, quienes interiorizaron el trauma de la violencia familiar. Como un intento de luchar, a su modo, contra esta violencia, a la última hija de cuatro la llamó Kariño; le puso este nombre porque si algún día se enamoraba de un hombre maltratador, por lo menos él se vería obligado a llamarla cariño, a la fuerza. En este momento pensé en Cortazar –“Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma.”– Sentí unas enormes ganas de abrazarla y lo hice.

Nos separamos y esa misma tarde salgo a la calle para caminar y perderme entre la gente. Miro el hermoso e imponente Pacífico frente a mí, el atardecer y los barcos llenos de turistas.

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Intento entender su dolor; una vida sin tregua, sin compasión, llena de miedos. Yo también me siento así, pienso, pero no es posible comparar el miedo provocado por la violencia, por aquel provocado por el engaño. Desisto porque pienso que la pobreza y la precariedad también separan nuestros mundos. Esta última reflexión me hiere; consciente de la crueldad de la desigualdad social recuerdo de donde provienen estas ganas (insuficientes) de que el mundo sea otro.

Pensando en mi compañera me doy cuenta de que ella trata de superar la violencia en su hogar y para colmo de males, también habita en la segunda ciudad más violenta de México, (la cuarta a nivel mundial, para los que gustan de las estadísticas), Acapulco. En este contexto parece relevante pensar en lo que significa vivir con miedo a ser alcanzado por una bala, confundido con un “señalado”, “levantado” por el crimen organizado o desaparecido por la policía.

Miro el mar, es el Pacífico. La gente chapotea en el agua, compra tacos, esquites y diablitos.

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En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera, dice Octavio Paz*,  En un país como México que siente y vive tan intensamente la muerte, todo la suprime: las prédicas de los políticos, los anuncios de los comerciantes, la moral pública, las costumbres, la alegría a bajo precio y la salud al alcance de todos que nos ofrecen los hospitales, farmacias y campos deportivos. (O. Paz)

*(El laberinto de la soledad.)

Los informes de medios serios como VICE y Aristegui Noticias nos informan y advierten que aquello que sabemos no es ni el 10% de lo que pasa en realidad. La violencia es tal que escapa a nuestra imaginación: conocemos lo que nos dejan saber, lo que la gente valiente o (que ya no tiene nada que perder) se atreve a denunciar.

El 19 de enero Aristegui noticias informa: “En la colonia Generación 2000 y en la colonia La Fábrica, ubicadas en Acapulco, fueron hallados los cuerpos de dos hombres: uno de ellos maniatado con impactos de bala, de entre 40 y 45 años de edad, y otro desmembrado y puesto dentro de un costal en un canal pluvial.” No es que sea un medio amarillista, es que esta es la realidad cotidiana del puerto de Acapulco. La violencia es diaria y se puede comprobar en el lenguaje: los cadáveres, los desmembrados, los calcinados son noticias, estadísticas, pero han perdido su calidad de padres, hermanos e hijos.

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A esta enorme e impactante realidad hay que sumar la nula voluntad política por impartir justicia. Y es que el crimen organizado no solo controla el espacio físico de la ciudad sino los cuerpos policiales y a todos los políticos.

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El narco estado ha penetrado con sus tentáculos en todas las estructuras de la sociedad y todo el mundo está consciente de ello. Al hablar con los taxistas y meseros te describen perfectamente el fenómeno: en el pasado las organizaciones delictivas y el estado eran reconocibles y diferenciables, dos estructuras opuestas. Hoy este mismo ejercicio es simplemente imposible. A la pregunta sobre cuál es la diferencia entre institución estatal y crimen organizado la respuesta es: “ninguna”.

Esta imposibilidad de identificación hace que la vida cotidiana sea compleja y dificulta la exigencia de respeto hacia los derechos fundamentales de los ciudadanos. La percepción generalizada es que todo se ha corrompido: en la tortillería se encuentra el halcón (menores de edad que alerta sobre la presencia de fuerzas armadas a los integrantes de las mafias); las plazas son espacios para drogarse; los terrenos baldíos depósito de cadáveres -enteros o desmembrados-; la policía de caminos y las mafias locales cobran “cuotas”; los grupos delincuenciales menores, al perder las plazas importantes y en consecuencia influencia para negocios grandes, encuentran en la ciudad formas de extorsionar a la población, que si no acata, paga con la vida.

La que alguna vez fue una lujosa, hermosa y acogedora ciudad costera, para miles de turistas extranjeros, hoy, venida a menos, es un destino para el turismo local, al que se viene a disfrutar, pero con mucha precaución.

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Mientras la vida sigue su curso, en el puerto coexisten dos realidades. La gente que necesita trabajar y continúa haciéndolo; por el otro turistas consumiendo en grandes y lujosos hoteles que acogen a hordas de chilangos, (forma local para denominar a los habitantes de la capital Mexicana), que vienen en busca de un poco de calor, para contrarrestar el frío intenso de la capital. También están los coches de lujo, las cabalgatas, los restaurantes exclusivos, las playas reservadas. ¿Todo comprado con dinero proveniente del narco?, me pregunto.

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Al mismo tiempo hay rabia y desconcierto. Jóvenes y familias movilizadas por los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, que se suman a los miles de campesinos y luchadores sociales desaparecidos, por protestar contra las mafias y el mal gobierno. Son miles también los que cuestionan y alzan su voz para denunciar los escalofriantes niveles de corrupción y violencia.

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Parecería ridículo pensar en política mientras se contempla el mar, pero es inevitable; sobre todo cuando se vive en la playa y se lee la prensa. Existe la constante denuncia de intelectuales, movimientos sociales y medios de comunicación comprometidos sobre lo insoportable de la situación. El estado de Guerrero vive un período de guerra no declarada. De hecho, este 11 de diciembre se cumplieron 10 años desde que el ex presidente Felipe Calderón, declarase la guerra contra el crimen organizado. El conflicto no se ve pero se intuye; lo primero que destaca cuando se llega a Acapulco, es que está completamente militarizado; aquí están todos: federales, estatales, municipales, ejercito y marina. No falta nadie.

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Entonces, con tantas armas a la vista, con tal despliegue de coches equipados con armamento y ocupados por militares armados hasta los dientes ¿por qué la percepción de peligro es tan latente? De nuevo la respuesta es unánime; todos ellos están aquí para proteger los intereses de los políticos, los de las élites militares y económicas. Pero nunca para el pueblo.

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Nada ha cambiado en nuestro continente. Cuando ves a los muchachos y hombres que van vestidos de militares sabes que los que ponen los muertos en los dos bandos son los mismos de siempre: los pobres. Hijos de campesinos y de la clase baja marginada que no tienen acceso a una educación de calidad y que son explotados por las elites económicas. Para chicos y chicas enrolarse en alguna de las ramas de las fuerzas armadas es una salida laboral, de las pocas que hay por aquí: solo hay que saber disparar y ser prepotente. Del otro lado, los muertos son, otra vez, campesinos e hijos de familias pobres y marginales, valientes líderes o luchadores sociales, que luego son cruelmente masacrados y convenientemente desaparecidos, por haber levantado su voz en contra del sistema de privilegios que beneficia a unos pocos.

¿Dónde están?, nos preguntamos todos. Las vallas publicitarias no contienen más productos para el consumo porque muestran las fotografías de hijos, madres, hermanos, esposas desaparecidas; y, la cantidad de dinero que se ofrece por pistas fiables para encontrarlos.

Leo que el periodista José Gil Olmos (reportero de la revista Proceso), asegura que en México se vive en un narcoestado: 200 mil muertos en la última década, 26 mil desaparecidos y 350 mil familias desplazadas por la violencia desde su lugar de origen; ya hay territorios ubicables, controlados por el crimen organizado. Entre los muertos y desaparecidos se cuentan periodistas y activistas.

Cifras aterradoras de un gobierno que ha perdido la vergüenza, (como todos los anteriores). Un país donde lo más importante es poseer, aunque eso signifique traicionar a los ciudadanos, vender grandes extensiones de territorio a corporaciones y entregar el poder político al crimen organizado.

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Se pone el sol, saco mi celular para tomar una foto. Pienso en lo mucho que extraño mi cámara de fotos, pero por precaución, mientras dure mi trabajo en Acapulco, la he guardado, para no llamar la atención o levantar sospechas. Me levanto para volver a casa, no es conveniente caminar sola en la noche. Retomo mi camino pensando en Kariño, las penas de las mujeres maltratadas, mis propias penas, las penas de las madres y padres que no saben dónde están sus hijos. Entre tanto dolor dan ganas de ahogarse en el Pacífico.

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Cinco minutos después, mientras miro una furgoneta de la oficina de migración, igual a las que la policía usa para transportar delincuentes, reflexiono sobre la miseria humana, se me remueven las tripas y el calor de la ira se convierte en un impulso para salir, gritar y escribir, para que la tristeza no acabe con la vida.

Fuentes:

https://news.vice.com/es/article/mexicanos-solo-saben-decima-parte-terror-criminal-guerra-contra-narco

https://news.vice.com/es/article/diagnostico-crimen-saldo-10-anos-guerra-contra-narco-negativo

http://aristeguinoticias.com/0808/mexico/sigue-la-violencia-en-guerrero-13-ejecutados-en-dos-dias/

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