La carne cubre el hueso
y dentro le ponen
un cerebro y
a veces un alma,
y las mujeres arrojan
jarrones contra las paredes
y los hombres beben
demasiado
y nadie encuentra al
otro
pero siguen
buscando
de cama
en cama.
La carne cubre
el hueso y la
carne busca
algo más que
carne.
No hay ninguna
posibilidad:
estamos todos atrapados
por un destino
singular.
Nadie encuentra jamás
al otro.
Los tugurios se llenan
los vertederos se llenan
los manicomios se llenan
los hospitales se llenan
las tumbas se llenan
nada más
se llena.
Charles Bukowski
Vivo en Melbourne, pero nací muy lejos de aquí.
Tengo una hija y un hijo que últimamente me preguntan sobre mis padres y sobre mi lugar de procedencia.

Me he propuesto escribir toda la miseria que habita mis recuerdos y contarles una mejor versión de mí misma y de la gente que formó parte de mi niñez.
La persona a la que más recuerdo es mi abuela. Una mujer pequeña y guapa, pero que se avergonzaba de sus orígenes indios. Somos originarias de los Andes, crecí en una ciudad a la que como un presagio llamaron Vilanculos.
Mi abuela me llevaba a la escuela de la Virgen del Rocío No2. De camino rezábamos para que yo fuese buena. Ella con más ganas. Rezar no servía, literalmente, para nada. A los 11 años yo lo sabía perfectamente.
El dios de mi abuela era bastante ineficiente. Ella siempre le pedía un montón de cosas que nunca sucedían. No, al menos, como ella lo pedía. En el pueblo de mis abuelos la familia ampliada era ferviente creyente de dioses, santos y espíritus, todos igual de inútiles. Aún así ella nunca dejo de rezar, hasta el último de sus días.
De lunes a viernes todo era rutina, lo otro llegaba el fin de semana. Las reuniones familiares so pretexto de algún cumpleaños, santo, boda, bautizo, primera comunión, confirmación o el regreso del hijo que estudiaba en Miami. Mi abuela tenía 6 hermanos y 3 hermanas. Mi abuelo era el mayor de 11 hermanas. El fin de semana lo pasábamos yendo de un lado a otro.
Entre esta maraña de gente se tejían lo que ahora considero mis recuerdos de la infancia.
Yo tenía 12 años y la gente seguía ignorando mi presencia, se permitían decir cualquier cosa frente a mí, creo que porque yo era una niña callada y dócil.
Así, entre conversaciones adultas, entendí que las hermanas de mi abuelo creían que mi abuela era una bruja, que no se merecía a un hombre tan bueno como marido. Las hermanas de mi abuela, pensaban que mi abuelo tuvo mucha suerte de caerle bien a su suegro, el que arregló el matrimonio, billete de por medio. La familia de mi abuelo eran altos y sucos (rubios) y la de mi abuela pequeños, mestizos. Todos ganaban. Mi abuela un marido porque tenía 24 años y fama de insolente. Mi abuelo necesitaba dinero para ayudar a sus padres pobres.
Tuvieron seis hijos y una hija, una casa, un carro, ningún yerno y 3 nueras. Mi abuela era una mujer especial, tenía la habilidad de maldecir a la gente. Maldijo a sus cuñadas a que nunca encontrasen marido y murieron, una a una, viejas y dementes, odiándose entre ellas.

Maldijo a su hermana a tener que trabajar como una mula. El día de su matrimonio descubrió que el novio rico tenía un carro de lujo, un hotel en bancarrota, unos padres obesos y unos hermanos vagos. Trabajó toda su vida para mantenerlos y sobrevivir.
La gente evitaba su mirada, pero, sobre todo, evitaba sus palabras. Se decía de ella que con solo mirar daba mala suerte. Maldijo a mi madre a que nunca tuviese un buen marido. Pero para mí, deseo con muchas fuerzas que me vaya bien en la vida.

Cuando salíamos en familia yo nunca sabia a dónde íbamos, nadie se molestaba en decírmelo. Pero no importaba mucho, todos los parientes eran igual de insoportables. Las tías y sus madres, jugaban cartas y hablaban mal de sus hijos, nueras o nietos. Los tíos bebían como descocidos, luego del partido de futbol. Se sentaban, esperando a ser servidos y adoptaban un tono altivo mientras opinaban sobre política nacional. Siempre igual.
Ahora que lo pienso veo lo simples que eran. Si era blanco era bueno, si era indio malo. Si tenia dinero un buen partido, si no, un pobre diablo. Si la niña se casaba a los 15, mejor. Así prevenimos que se le ocurran ideas malas o que se vuelva una zorra. Los chicos tenían la suerte de poder esperar unos 10 años más… para con 25 conseguir una de 15, pura y obediente.
El hecho de que yo fuera huérfana hacía que mi abuela siempre quisiera casarme con cualquiera disponible. Mencionaba mi patrimonio: “tiene una casa, la que mi hija le heredo al morir”, como anzuelo. Ella no había maldecido a mi madre a morir, pero, para mí, esa fue su forma de rebelarse contra su madre.

A los 20 años empecé a ser víctima de la típica agresión por parte del típico tío-abuelo carca:
- ¿Por qué no se ha casado la Mariaisabelita? -le preguntaba a mi abuela-
- Porque no quiero casarme -respondía yo-
- ¡Ja Ja! -reía el viejo carca- Mentira, no se casa, -decía con mirada de desprecio hacia mi abuela- porque no tiene con quien. O por fea, ha salido al padre.
Mi abuela lo miraba sin sonreír y lo maldecía a seguir siendo imbécil de por vida.
Todos y todas esas personas a las que llamábamos parientes -para diferenciarlos de la familia en casa- tenían el deseo feroz de parecer y comportarse como idiotas. En el concurso por ser el peor, el premio es que la anécdota más estúpida, se contaría de generación en generación. Todos estaban presos de las convenciones sociales. Eran médicos, arquitectos, ingenieros, pero poco importaba porque sus vidas eran pequeñas y miserables: tienes que ser buena, tienes que ser rico, tienes que casarte con alguien como nosotros, debes estudiar, debes tener hijos, se buen creyente, venera a tu madre, teme a tu padre.

Me largué el mismo día en el que me gradué de la universidad, le había prometido a mi abuela estudiar para ser alguien en la vida. Me fui con la Laura y la Nona, dos chicas uruguayas que vendían en la calle bisutería que ellas mismas fabricaban con alambre y pinzas de relojería. Me fuí bien lejos, soñaba con ser una pobre diabla, libre.
Mi abuela predijo desgracias, todos lo hicieron, pero nunca supieron que una vez que una persona sale de su radio de control, su forma de pensar pierde poder. Ya no me afectaban.
A los pocos meses me había mimetizado con mis compañeras, aprendí a doblar alambre y a vestirme como hippy, me hice un tatuaje y me puse piercings. Por fin me alejé de Vilanculos, plenamente consciente de que no volvería jamás.

No tenía ni idea de a donde iría, ni qué sería de mi vida. Pero no me importó. Una vez que descubrí la luz empecé a fotografiar todo, no quería perder ninguna imagen, porque estás serían mis nuevos recuerdos.
Curiosamente me fijé en otras qué, como yo, fotografiaban y que, seguramente como yo, tenían mucho que olvidar.



Fotografiando llegue a Melbourne… pero esa es otra historia.
